miércoles, 17 de septiembre de 2008

Infinito entre uno


Mi obsesión por el infinito me acompañó desde muy pequeño, exactamente desde el día en que mi madre tendía la ropa mientras yo jugaba alegre y despreocupado en la calle. En el momento en el que mi camiseta del equipo de fútbol cayó desde el tendedero y el número 8 quedó convertido a mis pies en un abismo inabarcable, comencé a ser consciente de la obsesión que me persiguió durante muchos años.

Lo que para mi no era fácil de concebir, para mi hermano Samuel parecía ser algo tangible y demostrable. “Yo te quiero más… ¿cuánto?... Infinito…. Pues yo infinito mas dos…. Infinito mas infinito!”. Supongo que la relación con su novia se basaba en eso, pero a mi no me cabía en la cabeza. Les miraba con una admiración, por lo visto, bastante molesta, y así me lo hacían saber lanzándome piedras entre lote y lote en el terraplén, pero no era capaz de identificar las magnitudes de amor que intercambiaban. Cuando hube perdido bastante sangre, dediqué mis mañanas a contar y contar, pero mi madre siempre me interrumpía a la hora de comer por lo que volvía a empezar desde cero después de “El coche fantástico”. No hubo manera de pasar de 20.000. El “infinito” debía de quedar muy lejos de esa cifra.

El resto de mi vida lo pasé buscando, pero el espacio que me rodeaba era finito. Mi impresión era que todo estaba al alcance de la mano. Ni un solo punto de apoyo para referenciar el concepto y afrontarlo desde una base comprensible. Naturalmente, el tiempo que invertía también era finito, y no sólo eso, se agotaba poco a poco a medida que aumentaba mi frustración.

En la puerta del supermercado de mi barrio había un mendigo. Llevaba en esa puerta toda la vida, o por lo menos desde que yo podía recordar. Me solía mirar con curiosidad y muchas veces me sonreía cuando pasaba a su lado contando en voz baja “quince mil doscientos tres, quince mil doscientos cuatro, quince mil doscientos cinco…” A veces hasta me guiñaba el ojo y me decía “Sigue chaval, sigue” No me daba mucha confianza; le faltaba un diente y tenía cosas en las orejas que, a pesar de crecer desde dentro, se veían desde fuera. Hasta mi madre me sujetaba de la mano cuando íbamos a comprar y me mantenía alejado de él. Por cierto, nunca le vi darle ni una sola limosna.

Cuando fui algo más grandote, un día me bloqueó el paso al salir del supermercado.

- Has llegado al final, chaval? Hace tiempo que no te oigo contar

Me hice el loco y le miré con cara de no entender, pero él sonrió. Metió su mano en el bolsillo y sacó un papel. Sólo contenía garabatos y unos cuantos trazos que puede que tuviesen sentido.

- Está aquí, sabes? Yo he estado allí – dijo, señalándolo con un dedo que tenía la uña más larga y negra que he visto en mi vida.
- De qué habla? - contesté sin querer darle mucha importancia
- Es el infinito. Yo estuve allí - Me miraba con los ojos muy abiertos. Quería que yo lo viese. Quería que me lo quedase.
- Muy bien, hombre- dije - aquí tiene unos céntimos, sólo me ha sobrado esto de la compra pero sie...
- No quiero tus céntimos! Quédate el mapa. Tienes que ir!!! AAHHGG-Ja-JA-JA! Puta!! Puta!! Tienes que volver!! AAAHHGGG!!

Me cogió de la muñeca, puso el papel en mi mano y cerró mi puño con fuerza. Sus nudillos estaban blancos, los huesos oprimían el escaso pellejo cuando apretaba. Sus ojos, por el contrario, oscurecidos y trasluciendo alivio y puede que algo más. Habría sentido miedo si hubiese sido más rápido de reflejos, pero inmediatamente me dio la espalda y caminó alejándose del supermercado. Alargaba una pierna, arqueaba la otra, salto y pirueta, y vuelta a empezar. Curiosa forma de alejarse. Fue la primera vez que le vi más allá de aquella puerta. Y la última vez que le vi.

(Y ya sigo otro día si eso...)

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