martes, 2 de septiembre de 2008

El niño cantor (de Jazz)

Esto es lo que pasa cuando se multiplexan en el tiempo y en el espacio dos mentes de dudosa capacidad, ya en su funcionamiento autónomo habitual.

Gracias Alex, Niñato y Criatura.


Don Julián, el párroco de Santa María Descalza tuvo que utilizar la fuerza una vez más. Odiaba ese juego de “cura bueno – cura malo” que se traía con Don Claudio, su sustituto en las épocas en las que su salud flojeaba, pero el rezo del rosario era para él uno de los momentos más importantes del día y no permitiría por nada del mundo que aquellos discípulos de Onán se lo arruinaran una vez más, como ya empezaba a ser costumbre. Las cuentas del rosario de Don Julián eran bolitas de regaliz de las monjas del Bendito Fornicio Doloroso, a cada oración él deglutía una. Así, cediendo quizá a la venial debilidad de la gula, evitaba cometer el pecado grave de soberbia excediéndose con el número de rezos. Le acababan de atorar en el cuarto Ave María aquellos hijos de ramera al mamporrear su portón.

Solo eran unos chavales del barrio. Inocuos, cierto es, pero en una edad en la que resultan tan molestos como uno de esos crucifijos de madera. De esos que, por no faltar al voto de pobreza, compraba al morito Mulay (al que tanto le abultaba la entrepierna) y que con sus rebabas arañaban el velludo tórax. El asunto es que allí estaban otra vez, blandiendo sus menudos falos, tratando de escandalizar a las feligresas. Bendita ignorancia. Si ellas ya lo habían visto todo!

Esta camarilla de potenciales yonquis la comandaba el que llamaban Niño Cantor (de Jazz). Su voz había hipnotizado por melodiosa a todos los que –afortunados- la escucharan. En su voz residía el carisma que le permitía dirigir a semejante banda de niñatos rebeldes nacidos de vientres podridos. De la mano de Niño Cantor (de Jazz) siempre pendía un cordel. Al extremo del cordel iba sujeto Pendenciero, el borreguito seropositivo cuyos dientes había tallado Niño Cantor (de Jazz) hasta convertir en horribles, horribles, colmillos.

Cuán divertido les resultaba ser los amos del barrio! A sus tiernos nueve años y recién “hostiados” por la santa madre iglesia, ya podían presumir de una lustrosa ristra de delitos que haría sonrojar al mismísimo líder del clan de los Charlines. Pendenciero les ponía las cosas bastante fáciles, por que negarlo. ¿Quién iba a ser el guapo que plantase cara a un animal que, al más mínimo arqueo de las cejas de su amo, era capaz de descomponer el escroto más robusto en infinitud de partículas sub-atómicas?

Aquí y allá ocasionaban un pandemonium sodomaigomorriano. El Mellao aliviaba las pupas de su prepucio en la pila sacramental, El Pecas y Caraculo jugaban a Matrix lanzándose hostias ya consagradas y dedos amputados del conservado brazo incorrupto de San Uterino Fondón, otros dos despertaban a la sodomía en la cabina confesional, el púlpito abundaba ya en excrementos de El Lombrices que distraían a las moscas de su habitual refrigerio de vino santo. El bueno de Don Claudio se lo consentía todo. Era uno de esos curillas modernos en pro de la libertad de expresión de los jóvenes que no escatimaba en absoluciones ante las diabluras de la salvaje pandilla. Don Julián, sin embargo, no pasaba por ahí. Pertenecía a la vieja escuela y lucía con orgullo su alzacuellos almidonado. No le cabía la menor duda de que todos aquellos energúmenos debían arder en el infierno junto Pee Wee Herman y el padre Mundina.

Restaba ingeniar la manera más perniciosa de escarmentar a esta turba. Don Julián disfrazaba en su mente como educacional y evangelizadora la respuesta que habría de dar ante aquella ofensa, que en verdad no consistiría sino en una beligerante y placentera venganza. No iba a ejercerla desde luego en la forma de dura reprimenda verbal: no satisfaría la furia que le ardía dentro, y corría el riesgo de verse reducido ante los razonamientos de Caraculo, cociente intelectual 217 certificado por la Sociedad Daedalus de Talentos. Para reducirlos debería ponerse a su nivel de bestialidad, olvidar todos los remilgos clericales y poner en práctica los duros correctivos que otrora le infringiría el que fuera su mentor en el internado jesuita, el padre Damián. Era duro para él rememorar aquellas experiencias que permanecían aletargadas en lo más profundo de los pliegues de su sotana, pero al mismo tiempo, le producía tal regocijo el poder ver reflejado su dolor en los rostros de aquellos bandidos, que en plena maquinación tuvo que hacer un paréntesis para la oración autoabsolutoria. No podía evitar sonreír.

Doce eran los gamberros, doce como apóstoles de túnicas raídas a la altura del ojete, doce como los trabajos del semidiós pagano Hércules, doce como meses de un año satánico, doce como las gomas de una caja de condones Sodomex. Para cada uno guardaba su punición particular, doce tormentos como doce soles que espontáneamente su mente jesuita ya estaba pariendo y que les aplicaría a lo largo de doce exquisitos días.

Comenzaría ya mismo, y con el más débil de todos ellos, un tal Gañán. El mozo era poquita cosa, de los que se quedaba vigilando la retaguardia mientras el resto se explayaba en algaradas. Una buena piedra de toque en cualquier caso para probar su estrategia.

Allí estaba él, despreocupado, apoyado en el quicio de la puerta y utilizando con maestría el alambre del pan Bimbo para esquilmar el cepillo del DOMUND. No era presa difícil. Apenas tuvo que revolver el párroco en sus cajones de la sacristía hasta encontrar el artilugio que emplearía como herramienta de venganza: el coñaco de látex que simulaba las partes de una mula verrionda. Desempolvó además la batería de 5MV / 10KA con que alimentaba las luces de navidad de la iglesia. Electrificó la suculenta vulva y la tendió a unos pasos de Gañán. A los pocos segundos, tres caídas súbitas de tensión que afectaron a la mitad de la comarca no dejaban dudas del tórrido desenlace de Gañán.

El muchacho yacía fiambre ante los ojos de sus compinches. Cundió el pánico entre las feligresas, que salieron despavoridas. El resto de muchachos no le dio mayor importancia. El día tocaba a su fin y no había lugar para contemplaciones: llegar a sus respectivos hogares después del gingle de los lunnis podría resultar fatal para sus traseros. Niño Cantor (de Jazz) entonó a retirada y todos se dispersaron. Allí no quedó ni un alma a excepción de la de Don Julián, henchido de satisfacción mientras añadía la primera muesca a su crucifijo.

Día 2. A Don Julián le despierta por sobresalto un pensamiento retorcido: escarmentará a continuación a Niño Cantor (de Jazz). No respetará la tradición narrativa por la que el líder ha de caer el último. Coincide con Borges en que toda historia no es sino la reescritura de La Odisea y La Biblia, que ya contienen todos los elementos; que toda obra posterior no supone sino variaciones a esos documentos magnos. Como sacerdote, entonces, tiembla ante la negación de La Biblia que supone semejante trasgresión. La perspectiva, secretamente, le excita (o tal vez no es más que erección matutina). A media mañana, sin embargo, los alcahueteos de las viejas beatas le traen una noticia. A Niño Cantor (de Jazz), a sus diez añitos, acaba de cambiarle la voz. Ha perdido su don, su poder, por lo que Don Julián ya no tendrá que ocuparse de él. Aún así, el Revenge-Scheduling planificado por el párroco, tenía reservado un día para Niño Cantor (de Jazz), por lo que súbitamente se abrió ante él un océano de posibilidades de ocio.

Un cierto sabor acíbar impregnaba el paladar de Don Julián. ¿Era consecuencia de no haber podido disfrutar con todas las de la ley de la victoria o tal vez por esa insana costumbre de espolvorear su dentadura postiza con limadura de garra de zarigüeya?
A Niño Cantor (de Jazz) le arreglaron ese día todas las pendencias. Los que alguna vez quisieron joderle y se vieron detenidos por su canto de sirena, pudieron en este día pegarse un buen desahogo. No eran pocos. A Niño Cantor (de Jazz) se le escuchaba berrear desde otros pueblos, apaleado, punzado, escupido, lapidado, porculado, descuartizado; su nueva voz de guarra arrabalera entonaba ahora las músicas del dolor. Don Julián le tenía especial aversión a las gachas, motivo por el cual no podía dejar de pensar en Florinda Chico cada vez que alguien aporreaba una bandurria. Esto le impidió oír los alaridos de Niño Cantor (de Jazz) que resonaban por todas las esquinas de la ciudad. Clarines y timbales sonaban estruendosos conmemorando el feliz momento. Ahora tocaba evangelizar a los hombres de bien y exterminar al infiel, no antes de llenar el buche con una buena ración de panceta en “Casa Chari”.

En este punto Don Julián descubre que es un personaje de cuento. Se plantea la consabida retórica existencialista: ¿hasta dónde alcanza su libre albedrío?, ¿hasta qué puntos son reales los escozores de su hemorroide? Decide, o cree decidir, que puede sacar provecho de su descubrimiento. Ahora puede escoger convertirse en himenóptero, una de las pocas maneras de conservar el “himen” aun siendo desflorado repetidamente y sin piedad. Y lo hace, para sorpresa de los devoradores de porras con chocolate que moraban en los oscuros rincones del “Chari’s”. Una sensación placentera le invadió. Nunca antes, ni siquiera cuando probó por primera vez las bolitas de regaliz de las monjas del Bendito Fornicio Doloroso, se había sentido de semejante manera. Y tan agradable era aquel sentimiento que, a buen seguro, estaba pecando.

¿Despertaría aquello la ira del que hasta entonces había sido su dios y que en realidad no era otro que el autor de sus líneas?, se planteaba, a la vez que aprovechaba su nueva condición para parasitar las ingles de La Chari, que eran deliciosas por la costumbre de aquélla de refregarse por el entrefajo los churros más lustrosos. Imaginó a su dios como una nube omnisciente, o como un hipercubo, o como un botellín de agua de Borines o una etiqueta de salami o el zurcidor de los leotardos de Lina Morgan.

Pero en realidad no era más que un pretencioso y purulento fornica-cabras que nunca iba a tolerar la insurrección de sus creaciones. El final de los días de Don Julián llegó en forma de avalancha de Tip-ex que dejo-lo sepultado en el grasiento sintasol de aquel tugurio.
El Autor tenía ahora mucho en lo que pensar. Muerto su personaje al más puro estilo “estrella-de-comedia-televisiva-USA-que-pide-aumento-de-sueldo”, era difícil seguir el hilo de aquella historia.

Chin-pon.
Pero ¡un momento! Si el autor era realmente pretencioso como se autoproclamaba, aún tendría el talento o la poca vergüenza de añadir a su argumento un giro más. Se planteó como alternativas el Giro de Italia o el cambio de sentido A3 Km. 35 Perales-Campo Real. Optó por la segunda, i.e. TVE2.

0 comentarios: