lunes, 22 de septiembre de 2008

Infinito entre tres

(continúa de "Infinito entre dos")

Lo que ocurrió a continuación no lo tengo del todo claro. Puede que incluso esté mezclando algunas partes de la historia, y no es para menos. Desde un principio todo fue confuso porque, a pesar de que mi viaje me llevaría de Madrid al Infinito, la primera mitad del trayecto sólo duró 3 horas. Antes de tomar el avión, en ningún momento me planteé que la duración de un viaje pudiese ser directamente proporcional al nombre del lugar de destino (algo totalmente lógico por otra parte, y si no pensemos en lo que se tarda en llegar a Tudela) aunque a posteriori no puedo evitar que me recorra un escalofrío por el espinazo sólo de planteármelo. Si pienso mucho en ello la sensación incluso me hace bailar, pero tengo que planteármelo en lenguas germánicas.

Aproveché la coyuntura para comenzar a rellenar mi libro de notas formulando un teorema al respecto. Lástima haber olvidado lo más básico de la notación algebraica. En su lugar dibuje, con un 6 y un 4, la cara de mi retrato. Pensándolo bien, fue lo mejor que pude hacer; ¿quién puede asegurar que la duración del viaje habría sido la misma si me hubiesen servido un café y unos cacahuetes? Tampoco se si la duración del viaje es función del número de niños a bordo, aunque desde luego, la sensación de duración es directísimamente proporcional.

Mención especial a una de las pocas decepciones del viaje: El punto medio entre Madrid y el Infinito resultó ser sorprendentemente normal. Cumple con todos los estereotipos de un espacio tridimensional estándar y a penas genera indeterminaciones. Los objetos que me rodeaban no mostraban ni medio rasgo lemniscático. Moebius se habría revuelto en su tumba.

Tras un tiempo de espera oportunamente finito (por Dios, tenía que salir de aquella vulgaridad!) estaba listo para comenzar la segunda mitad del trayecto.



Llamaron por megafonía: “Eduardo! Eduardo!” Acudí a la llamada a pesar de no ser para mi. Nadie pareció darse cuenta ya que tarareaba a voz en cuello “Granada, tierra soñada por mi” tal y como lo habría hecho el mismísimo Eduardo. Este alarde coral me garantizó cacahuetes a bordo.

- Siento no poder darle el café, pero el Comandante ha detectado cierta falta de control en su reverberación. Deberá corregirlo caballero. – Dijo la azafata.
- Lo que usted diga señorita, he venido a aprender – Humilde hasta decir basta.


El paisaje desde el aire, aunque repetitivo, mantenía una continuidad espacio-temporal casi académica. Salvo un pueblo Berebere que giraba sobre su propio eje, no identifiqué bucles reseñables o asíntotas dignas de mención. Cundió el desánimo. Entonces me dieron el café, en una clara maniobra de control mental.

Caí en un sueño profundo y, tarde o temprano, llegué a mi destino. No sabría decir cuándo.
Me desperté con un ligero toque en la cuarta vértebra.

- Caballero, despierte. Hemos llegado.
- Oh, lo siento. Esto… gracias señorita. Me he quedado traspuesto.
- Afortunadamente no se ha invertido. Habría tendido a cero irremisiblemente.
- ¿Cómo dice?
- Salga del avión por favor. Le esperan en la aduana.

Salí del avión un poco confuso y con miedo al esperado golpe de calor dadas las latitudes. No fue para tanto una vez en la pista. El golpe de calor vino cuando divisé al guardia de aduanas, una mezcla a partes iguales entre Don Sadam Hussein, M.A. Barracus y Anthony Blake. Sin duda obra de un Dios cruel y vengativo. Convine en apodarle “Triple X”.

- Vayan pasando! Vayan pasando! Dejen sus maletas en el mostrador su izquierda!
- Disculpe, me gustaría pasar el control con mi maleta. No quisiera perd…
- Deje la maleta y entre en la cabina – Ojos inyectados en sangre, colmillos puntiagudos, cuernos, rabo… todo el kit, vamos.
- Si señor – Humilde hasta decir basta.

La cabina era una caja de cartón con cortinas negras donde fui cacheado. Creo que hasta consiguieron arrancarme un par de capas de piel muerta y algo de epidermis. Fueron todo lo concienzudos que podían ser y me entretuvieron el tiempo necesario para que Triple X vaciase algo más de la mitad del contenido de mi maleta, por lo que pude ver entre las cortinas.

Es simplemente una estimación, pero en los 100 metros cuadrados de aquel aeropuerto pasé tres controles más y conseguí llegar a la calle 4 horas después de aterrizar. No fue una espera infinita pero se acercaba bastante. Mi destino estaba cerca.

Un taxi.

- TAXI señor?
- TAXI señor?
- TAXI señor?
- TAXI señor?
- mmmm….. si?

Hice lo posible por distribuir mi cuerpo entre los cuatro taxis y, tras cargar las maletas en uno de ellos me confié a su suerte e iniciamos, sin duda, el desplazamiento más peligroso del viaje.

Las calles de Nouadhibou representaban un caos escalofriante. Obra de un genio, sin duda. El asfalto que invade nuestras lujosas avenidas y pone límite inferior a nuestro universo urbano y vertical había sido oportunamente sustituido por partículas infinitesimales que se desplazaban por el aire de forma aleatoria y libre.


Los “Aquiles” Mauritanos perseguían a velocidad de vértigo a sus lentos burros “tortuga” sin llegar a alcanzarlos jamás, ajenos al cálculo infinitesimal y a las teorías del amigo Leibniz. Ante la duda de que si a pesar de que no todos los números son cuadrados, no hay más números que números cuadrados, los “vendados” apostados a ambos lados de la carretera comerciaban con interpretaciones varias al respecto. Todo, todo y todo lo que me rodeaba apuntaba con una gran flecha de neón rojo al final de mi viaje.



El trayecto hasta el hotel bien podía equivaler a un master en Oxford, y a penas tuve que remar un par de veces desde el aeropuerto!!

(y otro día termino...)

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